Sergio Fuster
Podríamos
decir que la experiencia religiosa no es proveniente ni del sujeto ni del
objeto, es inobjetivable. Pero como toda vivencia humana tiende a ser
comunicada, socializada, por lo tanto se expresa en una forma de lenguaje que
tiene su propia morfología. El estudio de la articulación de este lenguaje va a
permitir desestructurar dicha experiencia de tal manera que sea legible para el
campo del análisis, que es en este caso de tipo fenomenológico.
La vivencia
humana con relación a lo numinoso, es disparada cuando “lo otro” irrumpe en su
vida y hace una incisión en sus fundamentos ontológicos, creando de este modo,
una experiencia que se vive en el fondo entitativo pero que pertenece a otro
orden de realidad. La misma se
experimenta en el ser en cuanto ser (Dasein
como diría Heidegger) y luego es proyectiva (más allá de) por su misma
naturaleza, es el religare que ya
había notado Zubiri. Es decir, primero se intuye interiormente, este será el campo
de estudio de la psicología, luego se “muestra” o produce un fenómeno, o sea
una manifestación externa inserta en el
tiempo y en el espacio, este será el objeto de estudio de la historia y de la
sociología como ciencias positivas y de la fenomenología como método.
En resumen,
la construcción de la religión es una obra humana, externa, pero lo que la
dispara es de un orden completamente
distinto. La funda la irrupción del más
allá, pero la respuesta humana a esa fundación es “formal” y estructurada, se
expresa en una corriente lingüística propia, por lo tanto se puede estudiar,
interpretar y decodificar.
Sin embargo,
está de más decir, que esta tarea es de “alta complejidad” ya que
implementaremos métodos de lecturas racionales sobre un hecho que no lo es, que
va “más allá” de cualquier análisis, y desde el comienzo vamos a tener que
renunciar a querer comprenderlo todo y a acostumbrarnos a dejar buena parte de
nuestras expectativas a donde pertenecen, en el ámbito de lo misterioso.
Aproximación
al hombre y su experiencia interior
En nuestra
propia experiencia percibimos diversos planos de realidad. Por ejemplo si
salimos a la calle, vamos a observar elementos de dos órdenes diferentes.
Contemplamos las casas, las calles, el
asfalto, etc. Todos estos elementos fueron hechos por alguien, aunque no
sepamos exactamente quien fue, estamos en el terreno de la estricta lógica.
Intuimos así el primer plano de realidad: el artificial. Ahora bien, en la
calle también nos encontramos con elementos de otro orden, las personas, los
árboles, los animales, el cielo, con los ciclos lunares y solares, las
estaciones, todo tiene un ritmo que parece predicar lo perenne junto con la
muerte y el renacer. Este es el plano natural. Ante la lógica pregunta de cómo
es que llegaron aquí, es posible que estos elementos de orden natural nos
hablen de un tercer plano de realidad, el sobrenatural
y preternatural.
La intuición
de un orden sagrado deriva de un sentimiento, que no puede ser explicado, pero
que se percibe que está allí, es inobjetivable, está más allá de la captación
humana y no puede hacerse parte de un discurso (logoi). Solo se muestra a través de. Concluimos entonces que el
humano intuye el orden sobrenatural por oposición i. e. por manifestación.
El plano
humano es ambivalente, es temporal y espacial, es material, por lo tanto sujeto
a la destrucción, a la nada, al fin, a la muerte, a lo desconocido, al misterio
y a la frustración de no poder revelarlo. El hombre tiene necesidades de
diversos ordenes que debe satisfacer, sean estas físicas, como el alimento, el
abrigo, la vivienda. Necesidades psíquicas, como el amor, la familia, la
sexualidad. Necesidades expresivas, canalizables a través del arte, la religión
o de proyectos intelectuales. Y finalmente necesidades existenciales, de saber
de dónde vino, quien es y adonde va, esta es la raíz de todo un complejo
sistema anímico y arquetípico. Como planteo Paul Gauguin en su obra pictórica D’oú venons-nous? Que sommes-nous? Oú allons-nous? El artista
plasmo en el lienzo las etapas de la
vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Gauguin no halló sentido a la
existencia y trato de encontrar el paraíso terrenal. Como lo intuyo Buda siglos
antes, solo nacer para sufrir, sufrir para morir, morir para ser olvidados.
En otras palabras,
el humano trata de buscar “algo” o a “alguien”
más allá de él mismo. Esta pulsión ha sido definida como una dimensión espiritual. De allí se
desprende que todos los pueblos de la tierra y en todos los tiempos y lugares
hayan tenido un arquetipo común, es decir, una consciencia de Dios/Dioses como
realidad última. Tener un contacto con el plano divino o invisible es una
tendencia básica del hombre como tal.
Por lo tanto
vemos dos vertientes, por un lado que la
búsqueda de lo trascendente es una experiencia humana, pero su disparador es de
otro origen, sin embargo el hombre lo mediatiza por ciertas actitudes a los que
llamaremos fenómenos y que forman una estructura lingüística con
características propias que ya
analizaremos. Por el otro, no existe experiencia religiosa sin esperanza de
salvación (en Occidente a través del martirio, símbolo de la cruz) e
iluminación (en Oriente a la superación del sufrimiento o la absolutización a
través del mandala como medio integrador de psique). Todo lo que en el plano
humano no se encuentra se trata de proyectar en otro orden de realidad, es
decir, se tiende a totalizar la fragmentación; dentro de esta dialéctica están
los dones recibidos por “fe” (milagros, curaciones, etc. que en muchos casos
derivan en verdaderas experiencias liberadoras).
Este plano
divino, que es a lo que tiende el homo religiosus, podemos describirlo
como un orden de realidad en la que adscribe todos los elementos de dicha
experiencia. Es decir, todas las manifestaciones que encierran por un lado, sus
sentimientos y actitudes como hechos subjetivos y por el otro, objetos,
símbolos, instituciones, etc. como hechos objetivos. Pero lo divino no es una
realidad determinada, por ello no es definible en términos ni subjetivos, ni
objetivos, es inobjetivable, ya que se comprende como una relación.
Los accesos a
lo sagrado son hechos observables y expositivos. En primer lugar el hombre no
puede vivir la experiencia del misterio directamente, necesita mediatizarla o
representarla por vivencias en duplicado, aquí emerge el símbolo como auxilio
para lo que no puede ser dicho verbalmente. El medio básico (médium) es por naturaleza profano,
pertenece a su realidad mundana, pero el símbolo debe ser cargado de carácter
sacral, es decir, cambiarlo de constitución psicológica; así acaece sobre él
una transformación subjetiva (intencional), que emana sobre el medio sin
alterar su constitución física. En dicho momento, el objeto se satura de ser,
participa en un símbolo, conmemora un acto mítico y es empujado hacia “arriba”
por medio de un acto ritual. En este ambiente, la cosa se impregna de valor, es
lo que el hombre no es y llega hasta donde él no puede. Este objeto pertenece a
dos realidades y traza una línea de unión inversa, es una paradoja que coincide
lo sagrado con lo profano, como diría Mircea Eliade, es una “ruptura de nivel
ontológico”.
Los actos
humanos están orientados hacia esa máxima realidad, que se manifiesta como un
misterio. Para él, lo sagrado es una realidad vedada a su entendimiento y a su
explicación. Las características de este misterio son singulares. No es como
otros interrogantes de la ciencia o de la historia, en estos existe implícitamente la esperanza, de que
algún día, se encontrara algo que los devele. En cambio, el misterio de lo religioso
nunca se podrá develar totalmente, nunca agotara todo su sentido, solo mostrará
una punta sugerente de su infinito contenido.
El hombre no
tiene la capacidad de su captación – a no ser en la magia-, debe esperar devota
e irremediablemente que este tome la
iniciativa en mostrarse. Para la experiencia religiosa ya lo hizo, en el
pasado, en el illud tempus al crear
el cosmos y todo lo que lo contiene, narrado en el mito; es decir, su captación es metalógica y este es repetido
creacionalmente en la instancia ritual, que es un intento positivo de reactivar
los arquetipos para que lo divino se manifieste allí. El misterio es
paradójico, se muestra en la ausencia y se manifiesta en el vacío, por lo tanto
al buscarlo somos en realidad buscados y el encuentro es un hecho que rompe
todas las estructuras de los fundamentos del ser del hombre (muerte simbólica)
y lo transforma (renacimiento) en un ente holístico activando de manera clara
su dimensión espiritual.
Estructuras
y paradigmas
El hombre se
orienta hacia lo sagrado, pero paradójicamente “esto” viene hacia él, allí
donde se encuentra ocurre su completud, su integración, su
totalización, se sintoniza el símbolo. Este hallazgo es un misterio que solo se
ve por los resultados. Es por ello que la experiencia religiosa tiene una
chispa matriz que la funda, que damos en llamar “la religiosidad experiencial”
o como señalaría Alves “el instante de la conversión”, que corresponde a la
vivencia mística o hierofantica. Esta fundación que acaece en la presencialidad
o en la detención momentánea del tiempo cotidiano es prolongada cuando intenta
ser comunicada y compartida (socializada). Esta mostración se da en lo físico y
en lo sutil. En lo físico se evidencia por los fenómenos observables que
produce, aunque su dialéctica es simbólica, estos son los mitos como símbolos
narrados y los ritos como símbolos gesticulados; luego devendrá la conformación
de un corpus escrito o texto sagrado
y su correspondiente hermenéutica que tratara de mantener viva la experiencia
para la tradición. Como lo expusiera William James, que hace una clara
distinción entre la religión “vivida” y la “dada” por la experiencia del otro,
a esta instancia la llamaremos “religiosidad de las formas”. Concomitantemente
con las “formas” de adorar deberá ir acompañada, para que sea una experiencia
autentica, de una dimensión etérea, espiritual. Por su misma naturaleza es
indescriptible, pero se observa por las
acciones que produce en los individuos que la poseen, a esto lo llamaremos “la
religiosidad esencial”. Estos niveles constituyen en rasgos generales la
estructura de la vivencia religiosa.
La
experiencia mística
La
experiencia mística es indescriptible, sin embargo intentaremos una
aproximación. Es el toque univoco de Dios. Se ha definido como un estado
extraordinario de perfección religiosa muy difícil de alcanzar y como la máxima
unión terrenal/celestial. Designa a
aquel ser que ha conseguido una vivencia inmediata y sentida de la divinidad, de la realidad última. En
dicha condición se deja de experimentar algo como objeto (fenómeno) para
interiorizarlo como sujeto. En el pretendido momento ocurre un vaciamiento de
este sujeto (que es un estado de consciencia) y este vacío es llenado por otro
elemento externo, teniendo su raíz en lo misterioso; esto se denomina éxtasis.
Jung daría que se llena de contenidos inconscientes arquetípicos (éntasis) que
subliman dicha vivencia y emergen en varios símbolos religiosos traducidos por
el protagonista como apariciones de luces y sombras, y que pueden tener una
significación profunda y definitoria sobre la personalidad.
En todas las
tradiciones religiosas sean estas de Oriente u Occidente han aparecido
místicos, personajes a los que se le concedido una experiencia unitiva y
regresan de la misma con una concepción diferente de su tradición anterior,
viven su religión en “paralelo” es decir, de otro modo, esencialmente y da
lugar a la trascendencia de la misma, es decir, la liberación. En esta
corriente podemos citar a Moisés que habiendo vivido la aparición de Yahvé en
la zarza ardiente en Horeb insta al
pueblo a regresar al Dios que los patriarcas habían adorado anteriormente.
También tenemos el caso de Buda, que a raíz de su iluminación, sus seguidores
crearon un camino alterno al brahmanismo de su tiempo, o a Jesús, luego de la
experiencia salvífica de su resurrección (al menos así lo relatan las
tradiciones antiguas) sus discípulos abrieron otro camino. También tenemos el
caso de Mahoma que después de hablar con al ángel Gabriel en la gruta de Hira
dicto el Corán y nace así el Islam. Sin embargo, esta “corriente alterna” posteriormente se pervierte en un regreso a las
formas y a la redención. Según la tradición Vedanta la experiencia mística
radica en el conocimiento intimo de descubrir que siempre fuimos “seres de
naturaleza divina” y no lo recordábamos, como dice el Upanisad: “Tu eres
eso”. Job 42: 5, lo expresa de la
siguiente manera: “De oídas sabia de ti (refiriéndose a Dios) pero ahora mis
propios ojos te ven”.
La
experiencia mística tiene por definición características que le son propias. G.
Van Der Leeuw las divide en cinco manifestaciones: 1) Rompe los límites de ego;
2) es interconfesional (es decir, se da en todas las tradiciones religiosas);
3) se la describe como ascenso (anatipico)
o descenso (katatipico) mediante
gradas o escalones que pueden ser en el número de siete, nueve o diez, esto
varía según cada cultura (siete chakras, siete nafs, siete palacios, siete moradas, diez sefiras, etc.); 4)el
protagonista llega a la máxima felicidad y 5) es inefable, incomunicable e
intransferible, sin embargo cuando se la verbaliza se la traiciona y se la
describe bajo los términos del lenguaje, que por lo general es el apofático.
Bernardo
Fontova (1390-1460) místico y teólogo italiano describe la experiencia
cristiana en tres grados distintos y evolutivos. Primero hay una etapa purgativa. Aquí el alma se
purifica de sus vicios y de sus pecados mediante la penitencia, la oración y la
privación corporal (psicotécnicas). Luego deviene la etapa iluminativa. Una vez purificada el alma se ilumina, se
conecta con Dios. Aquí aparece el demonio (la sombra) para infligirle
tentaciones (corresponde al samadhi, o
satori en muchos casos no se
comprende y se interrumpe con graves consecuencias). Por último aparece la vía unitiva. Fusión con Dios, en el
budismo Zen pero entendido como vacío, antecesor del wu-shi (moksa). Matrimonio espiritual -según Teresa de Ávila- o el
alquímico hablando en términos de Jung, siendo aquí inefable. Cabe mencionar
que en la etapa iluminativa, según la entendió Fontova, es donde aparecen
signos de tal unión como estigmas (marcas o complejos de crucifixión),
levitación, bilocación, aportes producidos por telestesia, curaciones
inexplicables, etc. (aunque estos signos corresponden más bien al shamadi interrupto y no a la liberación
autentica).
De cualquier
modo es difícil hacer una aproximación al fenómeno místico, lo que si estamos
en posición de afirmar es que una “aparición de lo divino” (hierofanía gr. hieros sagrado, epifanía, manifestación) contagia el espacio contingente creando un
centro simbólico, una línea de unión entre el cielo y la tierra, una puerta al
más allá. Es una entrada de infestación de fuerzas (mana), para el creyente, sobrenaturales, que ahora ingresan a su espacio y lo “poseen”. Ese espacio y ese
tiempo mutan de lo cotidiano a lo
especial y se hace peligroso (tabú).
Así funcionan los centros de peregrinación o los mitos de construcción de
grandes templos en dichos sitios. Porque una hierofanía no acaece en cualquier
tiempo o en cualquier lugar. Su manifestación está regida por los ciclos
celestes y por lo geografía sagrada y ocurre en un espacio numinoso.
Aspectos
del símbolo
Una
experiencia mística solo existe cuando
la protagoniza un sujeto. Sin testigos no habría milagros. Como tal suele
ocurrir una vez para siempre dejando una huella imborrable en la psiquis. Esta
es la dialéctica de la religión, la misma se vive como una “relación” entre un
sujeto y un término. Pero como una terminal es inobjetivable por su naturaleza
debe ser mediada y de esta manera la experiencia se vive en duplicado, es decir a través de la
interposición en miniatura, así la
prolonga. Esta mediación es el símbolo.
El símbolo es
de factura humana, pero lo colocamos
aquí, como factor entre la experiencia directa de la divinidad y la
religiosidad de las formas creada por el hombre (mito, rito, dogma, texto
sagrado) por sus características onticas. El símbolo es de naturaleza tal que
comparte las dos realidades y funciona como arcada de entrada a la otra
dimensión. Etimológicamente el símbolo deriva del término griego sýmbolon, que significa literalmente, syn “poner junto con” y bállein “colocar”, del latín signum, indicium, symbolon. En la
antigüedad tanto en Mesopotamia como en Grecia hay evidencias de contratos o
pactos llevados a cavo entre dos partes que lo sellaban rompiendo un elemento
cerámico o una medalla en dos. Una parte del objeto, que está incompleto, suple
su contraparte por lo que sugiere, lo metafísico, metaempírico, el simbolizante
y lo simbolizado. En la época medieval H. Saint Víctor lo definía como “ …la
comparación por relación de cosas visibles para demostración de algo
invisible”. Conviene agregar que un símbolo representa en transparencia una
realidad ausente, no porque no existe sino porque está más allá, pero por lo
que intuye funciona intencionalmente como una antena que intenta “recaptar” la
hierofanía que ocurrió una vez y desapareció.
Los símbolos
son “jambas” cuyo portales pueden ser
abiertos y según la psicología de Jung estos están en “sincronía” con los
arquetipos inconscientes que le corresponden, de tal manera que la fijación de
un símbolo religioso en la mente puede abrir un canal a imágenes anímicas que
tengan la cualidad del símbolo observado, y de este modo se hace “mágicamente”
presente con las cualidades que le son propias. En esto se basa la práctica de sadhana de los lamas del Tíbet cuando
dicen materializar imágenes y de la marga
bakti en India.
La
religiosidad de las formas
Ingresamos de esta manera al plano netamente humano. El
símbolo, que como estudiamos, comparte las dos realidades y reclama ser dicho,
comunicado, ser parte de un discurso que lo interprete en una sola dirección
clausurando su polisemia natural. Aquí el
homo religiosus inserta el símbolo en el tiempo y el espacio contingente y
le da una “interpretación”. Es así como el símbolo es encerrado en el mito.
Los mitos son
narraciones sagradas de carácter simbólico, porque hablan de Dioses, y por vía
originaria tratan de dar respuestas a las preguntas existenciales del hombre
presente. Explican de este modo el porqué de la vida y de la muerte y el
propósito de la existencia según la cosmovisión de cada tradición. Los mitos son esquemas
simbólicos puestos en orden literario, cuentan “algo sobre alguien” ( el nóema de la nóesis) y encierran los relatos en estructuras más pequeñas que se
llaman mitologemas. Estos mitologemas
pueden ser por ejemplo “cosmogónicos” o de creación, emergencia de Dioses (como
el mito babilónico Enuma Elis, los mitos egipcios de la teología menfita o
la Teogonía de Hesíodo), el mundo, el
hombre y su sociedad. Hay mitos que hablan del origen de la cultura (Génesis
cap. 4) y de héroes que emprenden peligrosos viajes a los confines del mundo
para obtener un botín valioso (Gilgamés, Jasón, Ulises, Jonás, etc.), y
finalmente mitos del fin del mundo y de restauración del paraíso originario
(segundo diluvio, Armagedón, Kali Yuga), sin ir más lejos esta estructura se
puede intuir en el sustrato bíblico.
Los mitos
contienen elementos arquetípicos inconscientes, como la creación(Génesis, Las
leyes de Manu, las aguas del Nun,
etc.), el matrimonio originario(Purusha y Prakriti, Siva y Sakti, Biná y
Hojmáh, Adán y Eva), la Diosa madre virgen(Semiramis, Istar, Astarté, Isis,
Artemisa, Cibeles, María, Isa) y el hijo heroico (Nemrod, Horus, Merodak,
Zarathustra, Krishna, Buda, Jesús, San Jorge, etc.) que vence a la serpiente o
al mal(Símbolo del saurio o el caos inconsciente que hay que sublimar, Satán,
Sesa, Pitabdhi, la araña japonesa, etc.).
El mismo Freud vio en las estructuras míticas modelos de comportamientos
psicológicos como cuando hablaba del complejo de Edipo y Joyce lo intuyó a
través de toda su obra literaria.
Seguramente
la observación de los ciclos celestes (como el sol, la luna y el paso anual
zodiacal) encarnados en Dioses como Il(u) en Ugarit, Nut (ib-pt) en Egipto e Isvara en India; la sexualidad y la producción
mágica de otra vida (Padre-Madre-Hijo, triada primigenia cósmica: Anu-Enlil-Ea;
geográfica: Zeus-Poseidón-Hades; familiar: Osiris- Isis-Horus; temporal: Brahma-Visnú-Siva); la alteridad animal –de
aquí puede que proceda la zolatría-; las cosechas (simiente) y las temporadas
lluviosas (lo seminal) y la organización sociopolítica del hombre arcaico (La
realeza como elemento humano/divino) y lo tremendo de la muerte (el no ser) le
dieron los elementos instintivos inconscientes para generar estos arquetipos
que están en reservorio de toda la humanidad.
Los mitos son
arquetipos o modelos antiguos que están congelados en el relato, pero para la experiencia religiosa deben ser
activados o revividos para que sean anímicamente efectivos y presentes, esto se
intenta en la instancia ritual.
Los
arquetipos o modelos míticos ejemplares están fijos, detenidos, impresos (al
igual que los jeroglíficos del esoterismo gráfico), para que sean despertados
de su largo letargo deben ser avivados, como la llama de un carbón, por gestos
correspondientes que se den por analogía. En otras palabras actuar
simbólicamente el relato mítico, traer el arquetipo al tiempo presente (tipo), darle vida, resucitarlo (es
interesante que los rituales mágicos de revivificación en el Antiguo Egipto se
realizaban bajo esta intencionalidad como las ceremonias de apertura de la boca
o la mantención de ka. Lo mismo se da
en los cultos afroamericanos cuando se pretende mantener activas las energías
numinosas a través de complicados sacrificios y abluciones en el culto a los
Orishas y Exus). De este modo, los rituales “gravan” en el inconsciente
acontecimientos que serán revivificados cada vez que se repita el acto que lo
representa.
Por ejemplo
en la oscura misa cristiana, donde mágicamente se transforman el pan y el vino
en carne y sangre, se está resacrificando a Cristo periódicamente. En otra
palabras, el ritual tiene la suerte de
volver a vivir el mito redentor, una y otra vez, de este modo es operativo (opus operatum) y los creyentes se
redimen “ahora”, en sus vidas presentes. La instantaneidad es una de sus
características matrices.
Otro ejemplo
lo encontramos en el ritual indio del “sacrificio del caballo”, donde el mito
que lo fundamenta dice que el cosmos fue creado por las tapas (gotas de transpiración del huevo cósmico que es Brahma) y
multiplicado en las diferentes partes del cuerpo de un caballo primigenio (Brihadaranyaka Upanisad I, 1-2 ; II, 1-7
). En el rito, un sacerdote brahmana se retira a una choza vestido con pieles
de antílope y transpira, sus gotas de sudor mágicamente vuelven a crear el
cosmos y paso seguido se inmola un caballo y se lo descuartiza, de este modo se
“crea el mundo ahora”.
Los rituales
son actos sacros hechos originariamente por los Dioses y narrados en los mitos,
de este modo está viva la religión de las formas, activa arquetipos de la
psique y da las condiciones psicológicas propicias para que “lo otro” se intuya
como manifestado. Las mostraciones de “lo extraño” se dan en signos, como los
eventos maravillosos de los milagros que los fieles creen presenciar. De este
modo el plano de lo sobrenatural entra en el mundo de lo real y ocurre la
sincronía hierofánica.
Los ritos son
los símbolos más perennes, ya que perduran más que los mitos. Estos últimos
pueden cambiar o ser reelaborados cuando la realidad que fundan cambia. Esto se
hace evidente en la mitología de los pueblos amerindios, que se observan
cambios significativos en sus narraciones sagradas a raíz de la irrupción
destructiva del hombre blanco. De este modo los mitos viejos son reemplazados
colectivamente por nuevos y los anteriores pasan a ser leyendas o parte del
folklor.
Pero los ritos son mas parcos para
desaparecer, cuando tienen ausencia de mito pasan a formar estratos bajos de
inconsciente colectivo y emergen bajo máscaras secularizadas o bajo
resignificaciones de nuevas tradiciones religiosa que están de turno en la
época. Un ejemplo clásico es la Pascua.
Corresponde al antiguo
renacimiento de la luna y la ascensión solar (zodiacalmente es el paso de la
constelación de Piscis a Aries), oscuramente se renueva la primavera en el
Cercano Oriente ya que es el equinoccio, y hasta donde se sabe se festejaba
inmolando una animal entre los pueblos nómadas árabes. Pero fue resignificado
por la “historia” kerigmática de Moisés y la salvación en Egipto y vuelto a
resignificar con la última cena de Jesús y sus discípulos, pero el trasfondo
corresponde al mismo arquetipo. La otra fiesta es la crucifixión y la
resurrección solar (natalis solis invicti)
el día 25 del décimo mes (es decir diciembre), el nacimiento de Horus, Mitra,
Krishna (esta luego se trasladó al solsticio de verano), Adonis y Attis como
salvadores de la humanidad ocurría antiguamente en esta fecha. Y fue
resignificado bajo la lupa cristiana occidental como el nacimiento de Cristo y
enriquecido con la mitología céltica medieval.
Los ritos
tienden a perdurar y los mitos intentan eternizarse en la confección del corpus literario de un pueblo. Aquí nace
el fenómeno del texto sagrado que se da en muchas culturas, como Los Vedas, La
Biblia, Las cestas Búdicas, El Tao-Te-King,
El Corán, etc. Y sobre ellos devendrá el mito futuro de la revelación. Las
culturas de tradición, las que carecen de textos madres, como África u Oceanía,
basan sus rituales y se mantienen vivos mediante la activación de lo sagrado
instantáneo en las experiencias extáticas y de posesión.
Existen rituales
que significan eventos futuros, como las practicas manticas o de adivinación (como en “el otro lado” no
hay tiempo todos los eventos se suceden
y por tanto las regiones numinosas (akasha) pueden anticiparlos en nuestro plano
temporo-espacial) o los ritos mágicos gestuales (destrucción del enemigo por
velación) que intencionan eventos no
ocurridos pero que su realización es sagrada, como las proyecciones
teleotípicas o escatológicas.
La
religiosidad esencial
El ser como
centro de una hierofanía (protagonista de una curación por fe, salvado o
redimido de alguna forma por intervención “sobrenatural”), crea una
angustia-dependencia tal que deja una marca imborrable. Esta “atadura” (cumplir
promesas, llevar objetos, hacer peregrinaciones, diversos tipos de sacrificios,
por ejemplo) es volitiva e inducida y sostenida por una dimensión humana que es
la espiritual como parte constitutiva de su ser, pero no nos liberara si no
trascendemos las formas.
El hombre
posee un cuerpo y “algo” que lo anima, esto ha sido definido como el espíritu.
Los griegos pensaban que el hombre era tripartito: cuerpo soma (jiva en sánscrito),
alma, psique, (aham o ego) y espíritu, neuma
(atman). Para llegar al espíritu es
necesario trascender los otros dos componentes sin verlos en oposición, sino
complementarios.
Es muy
difícil acercar definiciones de algo que por su misma esencia es
indescriptible. Se ha dicho que una persona espiritual es aquella que despierta
a la consciencia de que Dios existe (o en la presencia de un mundo sobrenatural
activo), ya que de alguna forma ha sido “tocada por este” pero
concomitantemente con ello sugiere un Dios interno (ser-religare-fenómeno),
está afuera y a la vez está adentro por paradoja. La espiritualidad seria
emprender la aventura de ese descubrimiento por
experiencia propia. Es un recordar. Es aquel que está orientado hacia sí
mismo o hacia el espíritu.
La
esencialidad puede ser activada
“desde afuera”(o desde adentro) por la irrupción de lo divino en la
cotidianidad, como ya hablamos. Una “aparición de lo otro” puede alterar de tal
modo nuestra rutina que constitutivamente nos mute a un modo de ser diferente,
indeclinable y permanente.
Florece así
una vida con propósito, iluminada, libre, que produce a un ser más holístico,
integrado. Jung llamo a esto Si-Mismo, es hacia donde se orienta o individua la
vida del hombre en su segunda mitad. El ser espiritual tiene el convencimiento
que este proceso no termina en la muerte física, sino que de alguna manera hay
una prolongación del ser para completar esa integración, de allí los patrones
doctrinarios que se dan en todas las religiones de una supervivencia postmortem.
El ser
espiritual no pude ser estudiado, simplemente acontece. Pero si pueden ser
mostradas las acciones que produce. El ser espiritual es aquel que
simbólicamente ha nacido dos veces, como le dijo Jesús a Nicodemo. Es
interesante que en algunos rituales de iniciación chamánicos se reproduzca el
parto en un horno de barro que funciona como útero para que el novicio tenga a
partir de allí una nueva vida (temazcal).
Es aquel que ha sobrevivido con éxito el camino de héroe que narran las
mitologías y ha regresado de su peligroso viaje con un nuevo valor, como Cristo
en la pasión, tortura, muerte y resurrección. El individuo que experimente “la
salvación sobrenatural”, como por ejemplo ser testigo de un milagro para él o
para los suyos, regresa de esta vivencia crítica con un valor incalculable,
convertido en un hombre que ya no simplemente cree sino que sabe.
Este “hombre
nuevo” conoce que hay otra realidad y de ella deriva un poder interior que lo
lleva a rendirse a aquello que hay de amoroso, armonioso y bueno en todos los
seres. Por tal motivo se relaciona de una manera distinta con la
existencia propia y con la vida entera.
Ahora estará dominado por la moral y la serenidad. Ahora confiara en la
intuición como un medio para recepcionar
mensajes del más allá o de un conocimiento interior que sabe. Ahora es libre.
El hombre
espiritual es un ser emancipado de las sogas de los dogmas que caen sobre los
que no han visto o no saben ver. Ahora no cree simplemente en Dios como plano
espiritual, ahora sabe que existe. Ve la vida desde otro lugar y se relaciona
con lo acaece desde “una consciencia testigo”. No necesita convertir a nadie,
su vida es en sí misma una enseñanza. El hombre espiritual emprende su camino
hacia el atardecer de la vida, ya no poblado de ausencias, sino de presencias,
porque todo aquello que ha perdido por el inexorable paso de del tiempo son
parte de él, y los seres queridos que han quedado en el camino de la vida ahora
lo conforman y lo integran. Ve la muerte propia como el regreso a casa (es lo
contrario a la angustia que planteaba Heidegger unheimlich “no estar en casa”) y el fin de un ciclo en donde
ocurrirá su última iniciación, y tal vez se reencuentre con todo aquello que
una vez lo ha dejado.
Reflexiones
conclusivas
El humano
necesita ser salvado, redimido, iluminado, sanado, llevado a otro plano
totalizador por la mano de los Dioses que lo rescaten de su destino final, la
nada, el sin sentido; ese es el disparador matriz de la experiencia religiosa.
Las estructuras de dicha experiencia han
cumplido este papel en la mejora del ser humano. Sin embargo en Occidente (y
también en Oriente) vivimos lo que Guénon llamó “la decadencia” y paralelamente
con ello el camino de la enfermedad.
Presenciamos una deshumanización que ha llevado a la alienación. Estamos
viviendo en un mundo práctico, materialista, inmediato, cruel y tecnológico y
está demostrando ser insuficiente.
En el oeste
surge el paradigma de la ruptura con el mito y el desarrollo de la razón (ratio) a partir de Tales de Mileto en el
siglo V a. c. La razón entendida como forma independiente para hallar las respuestas a los
interrogantes de la vida fuera del consejo y amparo de los Dioses. Era el
comienzo de la filosofía en el sentido occidental del término. Fue un intento
de hallar significado a la vida alejado de la religión de las formas, pero
¿implicó esto un abandono por parte del hombre de todo lo relacionado con las
cosas del espíritu? Curiosamente “lo sagrado” siempre está y aunque lo oculten
se sabe hacer presente ya que es una condición
y necesidad básica humana.
En esta
corriente es interesante notar que Sócrates habló de Dioses y Platón de mitos.
La posterior escolástica fue un intento ecléctico de aunar teología y
filosofía. Descartes trató de probar metódicamente la existencia de Dios,
mientras Hegel postuló la “religión absoluta”. Sin duda la necesidad espiritual
siempre está presente y aunque se oculte sobrevive en lo cultural, en las
ideas, en lo histórico y en lo estético.
No olvidemos
que vivimos en tiempos posmodernos, se
desarrolla así para el oeste la filosofía de la “muerte de Dios” y todas las
contrariedades que esto conlleva. Pero seguimos teniendo las mismas preguntas
existenciales que resolver ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?
Respuestas que proveyó la mitología durante buena parte de la historia, y en
algunos sectores cada vez más crecientes de la sociedad lo sigue haciendo en su
complejo religioso, y que sin duda hay que recurrir a ellas para
saciarlas. La posmodernidad ha dejado al
hombre vacío. El existencialismo ha hablado de “angustia” (Kierkegaard), de
suicidio (Camus) o de “nausea” (Sartre). Se construye en Occidente un mundo sin
Dios. Las religiones formales de turno poco ofrecen. Por lo tanto para hallar
sentido a la vida tenemos que hacer una proclama “Dios ha resucitado” y junto
con su renacimiento el nuestro hacia la libertad.
Nietzsche en
su obra Así habló Zaratustra muestra
a un reformador y maestro espiritual persa que presuntamente vivió en el siglo
X a. c. Baja de la montaña a predicar el óbito de Dios y el advenimiento de un
“Superhombre”, sin necesidad de la divinidad. Sin embargo no podemos dejar de
ver en esta idea de Nietzsche un cariz místico y estructuralmente hablando, una
connotación mitológica. En La Gaya ciencia se muestra la muerte de
Dios como un gran sacrificio primordial que como resurrección dará a un hombre
más completo, integrado. Sin duda Nietzsche promulga una crítica severa a las
estructuras cristianas de su época, que como hoy están próximas a su
fosilización. En esta corriente tenemos a Marx y a Freud. Pero paradójicamente
la imagen propuesta de Zarathustra, un oriental en el pensamiento occidental
fue “profética”, ya que fue precedida por un oleaje migratorio de maestros
espirituales desde el este que trajeron una reciclada consciencia de Dios
–promoviendo un neoyoga entre tantas otras psicotecnicas- y marcaron las bases
para el desarrollo de un camino “neorenacentista” olvidado por muchos.
Concomitantemente
con la ideología de la “muerte de Dios”, “del opio del pueblo” y “de la
religiosidad como neurosis ilusoria por la muerte primordial del Padre” se
estaba desarrollando una nueva imagen de la divinidad. Oriente vino a llenar el
vacío de Occidente. ¿Es acaso este el inicio de un nuevo paradigma posmoderno,
de un retorno a la mitología? Eso sería ir más allá de Heidegger. Regreso en el
sentido de una búsqueda espiritual que cada vez es más notable en todos los
sectores de la sociedad. Algunos lo llaman “revolución espiritual” a un juicio
más pleno de la ecología, a las nuevas políticas más integrativas y a una
búsqueda real de paz; sin embargo, el hombre tiene que caminar mucho todavía para
comprender que debe gobernarse a sí mismo.
El regreso a
la mitología sería como una deconstrucción del momento de la ruptura del mito (mithos) y la razón (logos) allá en la antigua Grecia para regresar en un futuro al
origen, al punto de partida, pero con un plus. Como lo intuyo Eugenio Trias una
nueva edad del “Espíritu”. Al regresar a
la mitología, no como pensamiento mágico-religioso que ata al hombre sino como
un desarrollo de la espiritualidad liberadora, encontraremos a Krishna, Cristo,
Buda, Zarathustra, Lao-Tsé, los redentores arquetípicos de nuestra vida. Allí
en el regreso a ellos está el paradigma salvación/liberación, no en el tiempo
escatológico sino aquí en nuestro presente. Como dice el Tao-Te-King XVI: “Las cosas en todo su contenido, vuelven a su
raíz”. Un retorno a la mitología (algunos prefieren no hablar de “retorno” ya
que postulan que lo mitológico nunca se fue sino que está presente en el
inconsciente humano aunque sí podemos hablar de una resurrección de la misma),
con su carga simbólica, con toda la experiencia histórica que conlleva daría
como resultado una síntesis redentora mitológica (auto-redención/liberación).
Conocer como se estructura la religión en la
existencia del hombre y sus exteriorizaciones es fundamental para acceder a un
estudio serio del mismo y reivindicar su experiencia de “lo otro” (“lo
nuestro”) aplicado a las disciplinas emergentes en este siglo XXI. Entendiendo
al hombre como algo más que un cuerpo y
su mente en un sustrato social, sino abriendo la posibilidad a la dimensión
espiritual (neuma), como factor
integrante y trascendente. Promoviendo y
comprendiendo la práctica de una religiosidad esencial y trascendida,
espiritual, el nacimiento de un nuevo hombre, no fragmentado, saludable, que
sea responsable de gobernarse a sí mismo, nutrido por un conocimiento (darsana) práctico y por los saberes
metafísicos, que le conduciría a una vida más plenificante.
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