viernes, 19 de octubre de 2012

La estructura de la experiencia religiosa

Sergio Fuster

Podríamos decir que la experiencia religiosa no es proveniente ni del sujeto ni del objeto, es inobjetivable. Pero como toda vivencia humana tiende a ser comunicada, socializada, por lo tanto se expresa en una forma de lenguaje que tiene su propia morfología. El estudio de la articulación de este lenguaje va a permitir desestructurar dicha experiencia de tal manera que sea legible para el campo del análisis, que es en este caso de tipo fenomenológico.
La vivencia humana con relación a lo numinoso, es disparada cuando “lo otro” irrumpe en su vida y hace una incisión en sus fundamentos ontológicos, creando de este modo, una experiencia que se vive en el fondo entitativo pero que pertenece a otro orden de realidad.  La misma se experimenta en el ser en cuanto ser (Dasein como diría Heidegger) y luego es proyectiva (más allá de) por su misma naturaleza, es el religare que ya había notado Zubiri. Es decir, primero se intuye interiormente, este será el campo de estudio de la psicología, luego se “muestra” o produce un fenómeno, o sea una manifestación externa  inserta en el tiempo y en el espacio, este será el objeto de estudio de la historia y de la sociología como ciencias positivas y de la fenomenología como método.




En resumen, la construcción de la religión es una obra humana, externa, pero lo que la dispara es de  un orden completamente distinto. La funda  la irrupción del más allá, pero la respuesta humana a esa fundación es “formal” y estructurada, se expresa en una corriente lingüística propia, por lo tanto se puede estudiar, interpretar y decodificar.
Sin embargo, está de más decir, que esta tarea es de “alta complejidad” ya que implementaremos métodos de lecturas racionales sobre un hecho que no lo es, que va “más allá” de cualquier análisis, y desde el comienzo vamos a tener que renunciar a querer comprenderlo todo y a acostumbrarnos a dejar buena parte de nuestras expectativas a donde pertenecen, en el ámbito de lo misterioso.
Aproximación al hombre y su experiencia interior
En nuestra propia experiencia percibimos diversos planos de realidad. Por ejemplo si salimos a la calle, vamos a observar elementos de dos órdenes diferentes. Contemplamos las  casas, las calles, el asfalto, etc. Todos estos elementos fueron hechos por alguien, aunque no sepamos exactamente quien fue, estamos en el terreno de la estricta lógica. Intuimos así el primer plano de realidad: el artificial. Ahora bien, en la calle también nos encontramos con elementos de otro orden, las personas, los árboles, los animales, el cielo, con los ciclos lunares y solares, las estaciones, todo tiene un ritmo que parece predicar lo perenne junto con la muerte y el renacer. Este es el plano natural. Ante la lógica pregunta de cómo es que llegaron aquí, es posible que estos elementos de orden natural nos hablen de un tercer plano de realidad, el sobrenatural y preternatural.
La intuición de un orden sagrado deriva de un sentimiento, que no puede ser explicado, pero que se percibe que está allí, es inobjetivable, está más allá de la captación humana y no puede hacerse parte de un discurso (logoi). Solo se muestra a través de. Concluimos entonces que el humano intuye el orden sobrenatural por oposición i. e. por manifestación.
El plano humano es ambivalente, es temporal y espacial, es material, por lo tanto sujeto a la destrucción, a la nada, al fin, a la muerte, a lo desconocido, al misterio y a la frustración de no poder revelarlo. El hombre tiene necesidades de diversos ordenes que debe satisfacer, sean estas físicas, como el alimento, el abrigo, la vivienda. Necesidades psíquicas, como el amor, la familia, la sexualidad. Necesidades expresivas, canalizables a través del arte, la religión o de proyectos intelectuales. Y finalmente necesidades existenciales, de saber de dónde vino, quien es y adonde va, esta es la raíz de todo un complejo sistema anímico y arquetípico. Como planteo Paul Gauguin en su obra pictórica D’oú venons-nous? Que sommes-nous? Oú allons-nous? El artista plasmo en el lienzo las  etapas de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Gauguin no halló sentido a la existencia y trato de encontrar el paraíso terrenal. Como lo intuyo Buda siglos antes, solo nacer para sufrir, sufrir para morir, morir para ser olvidados.
En otras palabras, el humano trata de buscar “algo” o a “alguien”  más allá de él mismo. Esta pulsión ha sido definida como una dimensión espiritual. De allí se desprende que todos los pueblos de la tierra y en todos los tiempos y lugares hayan tenido un arquetipo común, es decir, una consciencia de Dios/Dioses como realidad última. Tener un contacto con el plano divino o invisible es una tendencia básica del hombre como tal.
Por lo tanto vemos dos  vertientes, por un lado que la búsqueda de lo trascendente es una experiencia humana, pero su disparador es de otro origen, sin embargo el hombre lo mediatiza por ciertas actitudes a los que llamaremos fenómenos y que forman una estructura lingüística con características propias  que ya analizaremos. Por el otro, no existe experiencia religiosa sin esperanza de salvación (en Occidente a través del martirio, símbolo de la cruz) e iluminación (en Oriente a la superación del sufrimiento o la absolutización a través del mandala como medio integrador de psique). Todo lo que en el plano humano no se encuentra se trata de proyectar en otro orden de realidad, es decir, se tiende a totalizar la fragmentación; dentro de esta dialéctica están los dones recibidos por “fe” (milagros, curaciones, etc. que en muchos casos derivan en verdaderas experiencias liberadoras).
Este plano divino, que es  a lo que tiende el homo religiosus, podemos describirlo como un orden de realidad en la que adscribe todos los elementos de dicha experiencia. Es decir, todas las manifestaciones que encierran por un lado, sus sentimientos y actitudes como hechos subjetivos y por el otro, objetos, símbolos, instituciones, etc. como hechos objetivos. Pero lo divino no es una realidad determinada, por ello no es definible en términos ni subjetivos, ni objetivos, es inobjetivable, ya que se comprende como una relación.
Los accesos a lo sagrado son hechos observables y expositivos. En primer lugar el hombre no puede vivir la experiencia del misterio directamente, necesita mediatizarla o representarla por vivencias en duplicado, aquí emerge el símbolo como auxilio para lo que no puede ser dicho verbalmente. El medio básico (médium) es por naturaleza profano, pertenece a su realidad mundana, pero el símbolo debe ser cargado de carácter sacral, es decir, cambiarlo de constitución psicológica; así acaece sobre él una transformación subjetiva (intencional), que emana sobre el medio sin alterar su constitución física. En dicho momento, el objeto se satura de ser, participa en un símbolo, conmemora un acto mítico y es empujado hacia “arriba” por medio de un acto ritual. En este ambiente, la cosa se impregna de valor, es lo que el hombre no es y llega hasta donde él no puede. Este objeto pertenece a dos realidades y traza una línea de unión inversa, es una paradoja que coincide lo sagrado con lo profano, como diría Mircea Eliade, es una “ruptura de nivel ontológico”.
Los actos humanos están orientados hacia esa máxima realidad, que se manifiesta como un misterio. Para él, lo sagrado es una realidad vedada a su entendimiento y a su explicación. Las características de este misterio son singulares. No es como otros interrogantes de la ciencia o de la historia, en estos  existe implícitamente la esperanza, de que algún día, se encontrara algo que los devele. En cambio, el misterio de lo religioso nunca se podrá develar totalmente, nunca agotara todo su sentido, solo mostrará una punta sugerente de su infinito contenido.
El hombre no tiene la capacidad de su captación – a no ser en la magia-, debe esperar devota e  irremediablemente que este tome la iniciativa en mostrarse. Para la experiencia religiosa ya lo hizo, en el pasado, en el illud tempus al crear el cosmos y todo lo que lo contiene, narrado en el mito; es decir,  su captación es metalógica y este es repetido creacionalmente en la instancia ritual, que es un intento positivo de reactivar los arquetipos para que lo divino se manifieste allí. El misterio es paradójico, se muestra en la ausencia y se manifiesta en el vacío, por lo tanto al buscarlo somos en realidad buscados y el encuentro es un hecho que rompe todas las estructuras de los fundamentos del ser del hombre (muerte simbólica) y lo transforma (renacimiento) en un ente holístico activando de manera clara su dimensión espiritual.
Estructuras y paradigmas
El hombre se orienta hacia lo sagrado, pero paradójicamente “esto” viene hacia él, allí donde se  encuentra   ocurre su completud, su integración, su totalización, se sintoniza el símbolo. Este hallazgo es un misterio que solo se ve por los resultados. Es por ello que la experiencia religiosa tiene una chispa matriz que la funda, que damos en llamar “la religiosidad experiencial” o como señalaría Alves “el instante de la conversión”, que corresponde a la vivencia mística o hierofantica. Esta fundación que acaece en la presencialidad o en la detención momentánea del tiempo cotidiano es prolongada cuando intenta ser comunicada y compartida (socializada). Esta mostración se da en lo físico y en lo sutil. En lo físico se evidencia por los fenómenos observables que produce, aunque su dialéctica es simbólica, estos son los mitos como símbolos narrados y los ritos como símbolos gesticulados; luego devendrá la conformación de un corpus escrito o texto sagrado y su correspondiente hermenéutica que tratara de mantener viva la experiencia para la tradición. Como lo expusiera William James, que hace una clara distinción entre la religión “vivida” y la “dada” por la experiencia del otro, a esta instancia la llamaremos “religiosidad de las formas”. Concomitantemente con las “formas” de adorar deberá ir acompañada, para que sea una experiencia autentica, de una dimensión etérea, espiritual. Por su misma naturaleza es indescriptible, pero  se observa por las acciones que produce en los individuos que la poseen, a esto lo llamaremos “la religiosidad esencial”. Estos niveles constituyen en rasgos generales la estructura de la vivencia religiosa.
La experiencia mística
La experiencia mística es indescriptible, sin embargo intentaremos una aproximación. Es el toque univoco de Dios. Se ha definido como un estado extraordinario de perfección religiosa muy difícil de alcanzar y como la máxima unión terrenal/celestial. Designa  a aquel ser que ha conseguido una vivencia inmediata y sentida  de la divinidad, de la realidad última. En dicha condición se deja de experimentar algo como objeto (fenómeno) para interiorizarlo como sujeto. En el pretendido momento ocurre un vaciamiento de este sujeto (que es un estado de consciencia) y este vacío es llenado por otro elemento externo, teniendo su raíz en lo misterioso; esto se denomina éxtasis. Jung daría que se llena de contenidos inconscientes arquetípicos (éntasis) que subliman dicha vivencia y emergen en varios símbolos religiosos traducidos por el protagonista como apariciones de luces y sombras, y que pueden tener una significación profunda y definitoria sobre la personalidad.
En todas las tradiciones religiosas sean estas de Oriente u Occidente han aparecido místicos, personajes a los que se le concedido una experiencia unitiva y regresan de la misma con una concepción diferente de su tradición anterior, viven su religión en “paralelo” es decir, de otro modo, esencialmente y da lugar a la trascendencia de la misma, es decir, la liberación. En esta corriente podemos citar a Moisés que habiendo vivido la aparición de Yahvé en la zarza ardiente en Horeb  insta al pueblo a regresar al Dios que los patriarcas habían adorado anteriormente. También tenemos el caso de Buda, que a raíz de su iluminación, sus seguidores crearon un camino alterno al brahmanismo de su tiempo, o a Jesús, luego de la experiencia salvífica de su resurrección (al menos así lo relatan las tradiciones antiguas) sus discípulos abrieron otro camino. También tenemos el caso de Mahoma que después de hablar con al ángel Gabriel en la gruta de Hira dicto el Corán y nace así el Islam. Sin embargo, esta “corriente alterna”  posteriormente se pervierte en un regreso a las formas y a la redención. Según la tradición Vedanta la experiencia mística radica en el conocimiento intimo de descubrir que siempre fuimos “seres de naturaleza divina” y no lo recordábamos, como dice el Upanisad: “Tu eres eso”.  Job 42: 5, lo expresa de la siguiente manera: “De oídas sabia de ti (refiriéndose a Dios) pero ahora mis propios ojos te ven”.
La experiencia mística tiene por definición características que le son propias. G. Van Der Leeuw las divide en cinco manifestaciones: 1) Rompe los límites de ego; 2) es interconfesional (es decir, se da en todas las tradiciones religiosas); 3) se la describe como ascenso (anatipico) o descenso (katatipico) mediante gradas o escalones que pueden ser en el número de siete, nueve o diez, esto varía según cada cultura (siete chakras, siete nafs, siete palacios, siete moradas, diez sefiras, etc.); 4)el protagonista llega a la máxima felicidad y 5) es inefable, incomunicable e intransferible, sin embargo cuando se la verbaliza se la traiciona y se la describe bajo los términos del lenguaje, que por lo general es el apofático.
Bernardo Fontova (1390-1460) místico y teólogo italiano describe la experiencia cristiana en tres grados distintos y evolutivos. Primero hay una etapa purgativa. Aquí el alma se purifica de sus vicios y de sus pecados mediante la penitencia, la oración y la privación corporal (psicotécnicas). Luego deviene la etapa iluminativa. Una vez purificada el alma se ilumina, se conecta con Dios. Aquí aparece el demonio (la sombra) para infligirle tentaciones (corresponde al samadhi, o satori en muchos casos no se comprende y se interrumpe con graves consecuencias). Por último aparece la vía unitiva. Fusión con Dios, en el budismo Zen  pero entendido como vacío, antecesor del wu-shi (moksa). Matrimonio espiritual -según Teresa de Ávila- o el alquímico hablando en términos de Jung, siendo aquí inefable. Cabe mencionar que en la etapa iluminativa, según la entendió Fontova, es donde aparecen signos de tal unión como estigmas (marcas o complejos de crucifixión), levitación, bilocación, aportes producidos por telestesia, curaciones inexplicables, etc. (aunque estos signos corresponden más bien al shamadi interrupto y no a la liberación autentica).
De cualquier modo es difícil hacer una aproximación al fenómeno místico, lo que si estamos en posición de afirmar es que una “aparición de lo divino” (hierofanía gr. hieros sagrado, epifanía, manifestación) contagia el espacio contingente creando un centro simbólico, una línea de unión entre el cielo y la tierra, una puerta al más allá. Es una entrada de infestación de fuerzas (mana), para el creyente, sobrenaturales, que ahora ingresan  a su espacio y lo “poseen”. Ese espacio y ese tiempo  mutan de lo cotidiano a lo especial y se hace peligroso (tabú). Así funcionan los centros de peregrinación o los mitos de construcción de grandes templos en dichos sitios. Porque una hierofanía no acaece en cualquier tiempo o en cualquier lugar. Su manifestación está regida por los ciclos celestes y por lo geografía sagrada y ocurre en un espacio numinoso.
Aspectos del símbolo
Una experiencia mística solo existe  cuando la protagoniza un sujeto. Sin testigos no habría milagros. Como tal suele ocurrir una vez para siempre dejando una huella imborrable en la psiquis. Esta es la dialéctica de la religión, la misma se vive como una “relación” entre un sujeto y un término. Pero como una terminal es inobjetivable por su naturaleza debe ser mediada y de esta manera la experiencia  se vive en duplicado, es decir a través de la interposición en miniatura, así la  prolonga. Esta mediación es el símbolo.
El símbolo es de factura humana, pero lo colocamos  aquí, como factor entre la experiencia directa de la divinidad y la religiosidad de las formas creada por el hombre (mito, rito, dogma, texto sagrado) por sus características onticas. El símbolo es de naturaleza tal que comparte las dos realidades y funciona como arcada de entrada a la otra dimensión. Etimológicamente el símbolo deriva del término griego sýmbolon, que significa literalmente, syn “poner junto con” y bállein “colocar”, del latín signum, indicium, symbolon. En la antigüedad tanto en Mesopotamia como en Grecia hay evidencias de contratos o pactos llevados a cavo entre dos partes que lo sellaban rompiendo un elemento cerámico o una medalla en dos. Una parte del objeto, que está incompleto, suple su contraparte por lo que sugiere, lo metafísico, metaempírico, el simbolizante y lo simbolizado. En la época medieval H. Saint Víctor lo definía como “ …la comparación por relación de cosas visibles para demostración de algo invisible”. Conviene agregar que un símbolo representa en transparencia una realidad ausente, no porque no existe sino porque está más allá, pero por lo que intuye funciona intencionalmente como una antena que intenta “recaptar” la hierofanía que ocurrió una vez y desapareció.
Los símbolos son “jambas” cuyo portales  pueden ser abiertos y según la psicología de Jung estos están en “sincronía” con los arquetipos inconscientes que le corresponden, de tal manera que la fijación de un símbolo religioso en la mente puede abrir un canal a imágenes anímicas que tengan la cualidad del símbolo observado, y de este modo se hace “mágicamente” presente con las cualidades que le son propias. En esto se basa la práctica de sadhana de los lamas del Tíbet cuando dicen materializar imágenes y de la marga bakti en India.
La religiosidad de las formas
Ingresamos  de esta manera al plano netamente humano. El símbolo, que como estudiamos, comparte las dos realidades y reclama ser dicho, comunicado, ser parte de un discurso que lo interprete en una sola dirección clausurando su polisemia natural. Aquí el homo religiosus inserta el símbolo en el tiempo y el espacio contingente y le da una “interpretación”. Es así como el símbolo es encerrado en el mito.
Los mitos son narraciones sagradas de carácter simbólico, porque hablan de Dioses, y por vía originaria tratan de dar respuestas a las preguntas existenciales del hombre presente. Explican de este modo el porqué de la vida y de la muerte y el propósito de la existencia según la cosmovisión de  cada tradición. Los mitos son esquemas simbólicos puestos en orden literario, cuentan “algo sobre alguien” ( el nóema de la nóesis) y encierran los relatos en estructuras más pequeñas que se llaman mitologemas. Estos mitologemas pueden ser por ejemplo “cosmogónicos” o de creación, emergencia de Dioses (como el mito babilónico Enuma Elis,  los mitos egipcios de la teología menfita o la Teogonía de Hesíodo), el mundo, el hombre y su sociedad. Hay mitos que hablan del origen de la cultura (Génesis cap. 4) y de héroes que emprenden peligrosos viajes a los confines del mundo para obtener un botín valioso (Gilgamés, Jasón, Ulises, Jonás, etc.), y finalmente mitos del fin del mundo y de restauración del paraíso originario (segundo diluvio, Armagedón, Kali Yuga), sin ir más lejos esta estructura se puede intuir en el sustrato bíblico.
Los mitos contienen elementos arquetípicos inconscientes, como la creación(Génesis, Las leyes de Manu, las aguas del Nun, etc.), el matrimonio originario(Purusha y Prakriti, Siva y Sakti, Biná y Hojmáh, Adán y Eva), la Diosa madre virgen(Semiramis, Istar, Astarté, Isis, Artemisa, Cibeles, María, Isa) y el hijo heroico (Nemrod, Horus, Merodak, Zarathustra, Krishna, Buda, Jesús, San Jorge, etc.) que vence a la serpiente o al mal(Símbolo del saurio o el caos inconsciente que hay que sublimar, Satán, Sesa, Pitabdhi, la araña japonesa, etc.). El mismo Freud vio en las estructuras míticas modelos de comportamientos psicológicos como cuando hablaba del complejo de Edipo y Joyce lo intuyó a través de toda su obra literaria.
Seguramente la observación de los ciclos celestes (como el sol, la luna y el paso anual zodiacal) encarnados en Dioses como Il(u) en Ugarit, Nut (ib-pt) en Egipto e Isvara en India; la sexualidad y la producción mágica de otra vida (Padre-Madre-Hijo, triada primigenia cósmica: Anu-Enlil-Ea; geográfica: Zeus-Poseidón-Hades; familiar: Osiris- Isis-Horus; temporal:  Brahma-Visnú-Siva); la alteridad animal –de aquí puede que proceda la zolatría-; las cosechas (simiente) y las temporadas lluviosas (lo seminal) y la organización sociopolítica del hombre arcaico (La realeza como elemento humano/divino) y lo tremendo de la muerte (el no ser) le dieron los elementos instintivos inconscientes para generar estos arquetipos que están en reservorio de toda la humanidad.
Los mitos son arquetipos o modelos antiguos que están congelados en el relato, pero  para la experiencia religiosa deben ser activados o revividos para que sean anímicamente efectivos y presentes, esto se intenta en la instancia ritual.
Los arquetipos o modelos míticos ejemplares están fijos, detenidos, impresos (al igual que los jeroglíficos del esoterismo gráfico), para que sean despertados de su largo letargo deben ser avivados, como la llama de un carbón, por gestos correspondientes que se den por analogía. En otras palabras actuar simbólicamente el relato mítico, traer el arquetipo al tiempo presente (tipo), darle vida, resucitarlo (es interesante que los rituales mágicos de revivificación en el Antiguo Egipto se realizaban bajo esta intencionalidad como las ceremonias de apertura de la boca o la mantención de ka. Lo mismo se da en los cultos afroamericanos cuando se pretende mantener activas las energías numinosas a través de complicados sacrificios y abluciones en el culto a los Orishas y Exus). De este modo, los rituales “gravan” en el inconsciente acontecimientos que serán revivificados cada vez que se repita el acto que lo representa.
Por ejemplo en la oscura misa cristiana, donde mágicamente se transforman el pan y el vino en carne y sangre, se está resacrificando a Cristo periódicamente. En otra palabras, el ritual  tiene la suerte de volver a vivir el mito redentor, una y otra vez, de este modo es operativo (opus operatum) y los creyentes se redimen “ahora”, en sus vidas presentes. La instantaneidad es una de sus características matrices.
Otro ejemplo lo encontramos en el ritual indio del “sacrificio del caballo”, donde el mito que lo fundamenta dice que el cosmos fue creado por las tapas (gotas de transpiración del huevo cósmico que es Brahma) y multiplicado en las diferentes partes del cuerpo de un caballo primigenio (Brihadaranyaka Upanisad I, 1-2 ; II, 1-7 ). En el rito, un sacerdote brahmana se retira a una choza vestido con pieles de antílope y transpira, sus gotas de sudor mágicamente vuelven a crear el cosmos y paso seguido se inmola un caballo y se lo descuartiza, de este modo se “crea el mundo ahora”.
Los rituales son actos sacros hechos originariamente por los Dioses y narrados en los mitos, de este modo está viva la religión de las formas, activa arquetipos de la psique y da las condiciones psicológicas propicias para que “lo otro” se intuya como manifestado. Las mostraciones de “lo extraño” se dan en signos, como los eventos maravillosos de los milagros que los fieles creen presenciar. De este modo el plano de lo sobrenatural entra en el mundo de lo real y ocurre la sincronía hierofánica.
Los ritos son los símbolos más perennes, ya que perduran más que los mitos. Estos últimos pueden cambiar o ser reelaborados cuando la realidad que fundan cambia. Esto se hace evidente en la mitología de los pueblos amerindios, que se observan cambios significativos en sus narraciones sagradas a raíz de la irrupción destructiva del hombre blanco. De este modo los mitos viejos son reemplazados colectivamente por nuevos y los anteriores pasan a ser leyendas o parte del folklor.
 Pero los ritos son mas parcos para desaparecer, cuando tienen ausencia de mito pasan a formar estratos bajos de inconsciente colectivo y emergen bajo máscaras secularizadas o bajo resignificaciones de nuevas tradiciones religiosa que están de turno en la época. Un ejemplo clásico es la Pascua.  Corresponde  al antiguo renacimiento de la luna y la ascensión solar (zodiacalmente es el paso de la constelación de Piscis a Aries), oscuramente se renueva la primavera en el Cercano Oriente ya que es el equinoccio, y hasta donde se sabe se festejaba inmolando una animal entre los pueblos nómadas árabes. Pero fue resignificado por la “historia” kerigmática de Moisés y la salvación en Egipto y vuelto a resignificar con la última cena de Jesús y sus discípulos, pero el trasfondo corresponde al mismo arquetipo. La otra fiesta es la crucifixión y la resurrección solar (natalis solis invicti) el día 25 del décimo mes (es decir diciembre), el nacimiento de Horus, Mitra, Krishna (esta luego se trasladó al solsticio de verano), Adonis y Attis como salvadores de la humanidad ocurría antiguamente en esta fecha. Y fue resignificado bajo la lupa cristiana occidental como el nacimiento de Cristo y enriquecido con la mitología céltica medieval.
Los ritos tienden a perdurar y los mitos intentan eternizarse en la confección del corpus literario de un pueblo. Aquí nace el fenómeno del texto sagrado que se da en muchas culturas, como Los Vedas, La Biblia, Las cestas Búdicas, El Tao-Te-King, El Corán, etc. Y sobre ellos devendrá el mito futuro de la revelación. Las culturas de tradición, las que carecen de textos madres, como África u Oceanía, basan sus rituales y se mantienen vivos mediante la activación de lo sagrado instantáneo en las experiencias extáticas y de posesión.
Existen rituales que significan eventos futuros, como las practicas manticas  o de adivinación (como en “el otro lado” no hay tiempo todos los eventos se suceden  y por tanto las regiones numinosas (akasha)  pueden anticiparlos en nuestro plano temporo-espacial) o los ritos mágicos gestuales (destrucción del enemigo por velación) que intencionan eventos  no ocurridos pero que su realización es sagrada, como las proyecciones teleotípicas o escatológicas.

La religiosidad esencial
El ser como centro de una hierofanía (protagonista de una curación por fe, salvado o redimido de alguna forma por intervención “sobrenatural”), crea una angustia-dependencia tal que deja una marca imborrable. Esta “atadura” (cumplir promesas, llevar objetos, hacer peregrinaciones, diversos tipos de sacrificios, por ejemplo) es volitiva e inducida y sostenida por una dimensión humana que es la espiritual como parte constitutiva de su ser, pero no nos liberara si no trascendemos las formas.
El hombre posee un cuerpo y “algo” que lo anima, esto ha sido definido como el espíritu. Los griegos pensaban que el hombre era tripartito: cuerpo soma (jiva en sánscrito), alma, psique, (aham o ego) y espíritu, neuma (atman). Para llegar al espíritu es necesario trascender los otros dos componentes sin verlos en oposición, sino complementarios.
Es muy difícil acercar definiciones de algo que por su misma esencia es indescriptible. Se ha dicho que una persona espiritual es aquella que despierta a la consciencia de que Dios existe (o en la presencia de un mundo sobrenatural activo), ya que de alguna forma ha sido “tocada por este” pero concomitantemente con ello sugiere un Dios interno (ser-religare-fenómeno), está afuera y a la vez está adentro por paradoja. La espiritualidad seria emprender la aventura de ese descubrimiento por experiencia propia. Es un recordar. Es aquel que está orientado hacia sí mismo o hacia el espíritu.
La esencialidad puede ser activada “desde afuera”(o desde adentro) por la irrupción de lo divino en la cotidianidad, como ya hablamos. Una “aparición de lo otro” puede alterar de tal modo nuestra rutina que constitutivamente nos mute a un modo de ser diferente, indeclinable y permanente.
Florece así una vida con propósito, iluminada, libre, que produce a un ser más holístico, integrado. Jung llamo a esto Si-Mismo, es hacia donde se orienta o individua la vida del hombre en su segunda mitad. El ser espiritual tiene el convencimiento que este proceso no termina en la muerte física, sino que de alguna manera hay una prolongación del ser para completar esa integración, de allí los patrones doctrinarios que se dan en todas las religiones de una supervivencia postmortem.
El ser espiritual no pude ser estudiado, simplemente acontece. Pero si pueden ser mostradas las acciones que produce. El ser espiritual es aquel que simbólicamente ha nacido dos veces, como le dijo Jesús a Nicodemo. Es interesante que en algunos rituales de iniciación chamánicos se reproduzca el parto en un horno de barro que funciona como útero para que el novicio tenga a partir de allí una nueva vida (temazcal). Es aquel que ha sobrevivido con éxito el camino de héroe que narran las mitologías y ha regresado de su peligroso viaje con un nuevo valor, como Cristo en la pasión, tortura, muerte y resurrección. El individuo que experimente “la salvación sobrenatural”, como por ejemplo ser testigo de un milagro para él o para los suyos, regresa de esta vivencia crítica con un valor incalculable, convertido en un hombre que ya no simplemente cree sino que sabe.
Este “hombre nuevo” conoce que hay otra realidad y de ella deriva un poder interior que lo lleva a rendirse a aquello que hay de amoroso, armonioso y bueno en todos los seres. Por tal motivo se relaciona de una manera distinta con la existencia  propia y con la vida entera. Ahora estará dominado por la moral y la serenidad. Ahora confiara en la intuición como un medio para recepcionar  mensajes del más allá o de un conocimiento interior que sabe. Ahora es libre.
El hombre espiritual es un ser emancipado de las sogas de los dogmas que caen sobre los que no han visto o no saben ver. Ahora no cree simplemente en Dios como plano espiritual, ahora sabe que existe. Ve la vida desde otro lugar y se relaciona con lo acaece desde “una consciencia testigo”. No necesita convertir a nadie, su vida es en sí misma una enseñanza. El hombre espiritual emprende su camino hacia el atardecer de la vida, ya no poblado de ausencias, sino de presencias, porque todo aquello que ha perdido por el inexorable paso de del tiempo son parte de él, y los seres queridos que han quedado en el camino de la vida ahora lo conforman y lo integran. Ve la muerte propia como el regreso a casa (es lo contrario a la angustia que planteaba Heidegger unheimlich “no estar en casa”) y el fin de un ciclo en donde ocurrirá su última iniciación, y tal vez se reencuentre con todo aquello que una vez lo ha dejado.


Reflexiones conclusivas
El humano necesita ser salvado, redimido, iluminado, sanado, llevado a otro plano totalizador por la mano de los Dioses que lo rescaten de su destino final, la nada, el sin sentido; ese es el disparador matriz de la experiencia religiosa. Las estructuras de dicha experiencia  han cumplido este papel en la mejora del ser humano. Sin embargo en Occidente (y también en Oriente) vivimos lo que Guénon llamó “la decadencia” y paralelamente con ello el camino de la  enfermedad. Presenciamos una deshumanización que ha llevado a la alienación. Estamos viviendo en un mundo práctico, materialista, inmediato, cruel y tecnológico y está demostrando ser insuficiente.
En el oeste surge el paradigma de la ruptura con el mito y el desarrollo de la razón (ratio) a partir de Tales de Mileto en el siglo V a. c. La razón entendida como forma independiente  para hallar las respuestas a los interrogantes de la vida fuera del consejo y amparo de los Dioses. Era el comienzo de la filosofía en el sentido occidental del término. Fue un intento de hallar significado a la vida alejado de la religión de las formas, pero ¿implicó esto un abandono por parte del hombre de todo lo relacionado con las cosas del espíritu? Curiosamente “lo sagrado” siempre está y aunque lo oculten se sabe hacer presente ya que es una condición y necesidad básica humana.
En esta corriente es interesante notar que Sócrates habló de Dioses y Platón de mitos. La posterior escolástica fue un intento ecléctico de aunar teología y filosofía. Descartes trató de probar metódicamente la existencia de Dios, mientras Hegel postuló la “religión absoluta”. Sin duda la necesidad espiritual siempre está presente y aunque se oculte sobrevive en lo cultural, en las ideas, en lo histórico y en lo estético.
No olvidemos que vivimos en tiempos posmodernos,  se desarrolla así para el oeste la filosofía de la “muerte de Dios” y todas las contrariedades que esto conlleva. Pero seguimos teniendo las mismas preguntas existenciales que resolver ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Respuestas que proveyó la mitología durante buena parte de la historia, y en algunos sectores cada vez más crecientes de la sociedad lo sigue haciendo en su complejo religioso, y que sin duda hay que recurrir a ellas para saciarlas.  La posmodernidad ha dejado al hombre vacío. El existencialismo ha hablado de “angustia” (Kierkegaard), de suicidio (Camus) o de “nausea” (Sartre). Se construye en Occidente un mundo sin Dios. Las religiones formales de turno poco ofrecen. Por lo tanto para hallar sentido a la vida tenemos que hacer una proclama “Dios ha resucitado” y junto con su renacimiento el nuestro hacia la libertad.
Nietzsche en su obra Así habló Zaratustra muestra a un reformador y maestro espiritual persa que presuntamente vivió en el siglo X a. c. Baja de la montaña a predicar el óbito de Dios y el advenimiento de un “Superhombre”, sin necesidad de la divinidad. Sin embargo no podemos dejar de ver en esta idea de Nietzsche un cariz místico y estructuralmente hablando, una connotación mitológica. En La Gaya ciencia se muestra la muerte de Dios como un gran sacrificio primordial que como resurrección dará a un hombre más completo, integrado. Sin duda Nietzsche promulga una crítica severa a las estructuras cristianas de su época, que como hoy están próximas a su fosilización. En esta corriente tenemos a Marx y a Freud. Pero paradójicamente la imagen propuesta de Zarathustra, un oriental en el pensamiento occidental fue “profética”, ya que fue precedida por un oleaje migratorio de maestros espirituales desde el este que trajeron una reciclada consciencia de Dios –promoviendo un neoyoga entre tantas otras psicotecnicas- y marcaron las bases para el desarrollo de un camino “neorenacentista” olvidado por muchos.
Concomitantemente con la ideología de la “muerte de Dios”, “del opio del pueblo” y “de la religiosidad como neurosis ilusoria por la muerte primordial del Padre” se estaba desarrollando una nueva imagen de la divinidad. Oriente vino a llenar el vacío de Occidente. ¿Es acaso este el inicio de un nuevo paradigma posmoderno, de un retorno a la mitología? Eso sería ir más allá de Heidegger. Regreso en el sentido de una búsqueda espiritual que cada vez es más notable en todos los sectores de la sociedad. Algunos lo llaman “revolución espiritual” a un juicio más pleno de la ecología, a las nuevas políticas más integrativas y a una búsqueda real de paz; sin embargo, el hombre tiene que caminar mucho todavía para comprender que debe gobernarse a sí mismo.
El regreso a la mitología sería como una deconstrucción del momento de la ruptura del mito (mithos) y la razón (logos) allá en la antigua Grecia para regresar en un futuro al origen, al punto de partida, pero con un plus. Como lo intuyo Eugenio Trias una nueva edad del “Espíritu”.  Al regresar a la mitología, no como pensamiento mágico-religioso que ata al hombre sino como un desarrollo de la espiritualidad liberadora, encontraremos a Krishna, Cristo, Buda, Zarathustra, Lao-Tsé, los redentores arquetípicos de nuestra vida. Allí en el regreso a ellos está el paradigma salvación/liberación, no en el tiempo escatológico sino aquí en nuestro presente. Como dice el Tao-Te-King XVI: “Las cosas en todo su contenido, vuelven a su raíz”. Un retorno a la mitología (algunos prefieren no hablar de “retorno” ya que postulan que lo mitológico nunca se fue sino que está presente en el inconsciente humano aunque sí podemos hablar de una resurrección de la misma), con su carga simbólica, con toda la experiencia histórica que conlleva daría como resultado una síntesis redentora mitológica (auto-redención/liberación).
 Conocer como se estructura la religión en la existencia del hombre y sus exteriorizaciones es fundamental para acceder a un estudio serio del mismo y reivindicar su experiencia de “lo otro” (“lo nuestro”) aplicado a las disciplinas emergentes en este siglo XXI. Entendiendo al hombre como algo más que un cuerpo  y su mente en un sustrato social, sino abriendo la posibilidad a la dimensión espiritual (neuma), como factor integrante y trascendente.  Promoviendo y comprendiendo la práctica de una religiosidad esencial y trascendida, espiritual, el nacimiento de un nuevo hombre, no fragmentado, saludable, que sea responsable de gobernarse a sí mismo, nutrido por un conocimiento (darsana) práctico y por los saberes metafísicos, que le conduciría a una vida más plenificante.


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